Hace años, muchos, que ejerzo de periodista. Un oficio como otro cualquiera. Consiste, nada más, en contar las cosas que pasan a quienes no estaban presentes allí delante mientras las cosas pasaban. Sin embargo, las más de las veces, ocurre que, cuando las cosas pasan, no suele haber un periodista cerca que las pueda contar. Tiene entonces el “plumilla” que tratar de reconstruir, siquiera mentalmente, los hechos para poder contarlos. Para eso, suele valerse de preguntar a quienes cerca estaban cuando ocurrieron las cosas, para que, éstos, le cuenten cómo vieron pasar esas cosas y, juntando varios relatos, despejando granos de paja, pretender llegar a una idea aproximada de cuanto sucedió.
En los ya lejanos tiempos de mi mocedad, alcancé a llegar al periódico donde, día sí, día también, intentaba dejar rastro escrito de mis andanzas por el mundo, aquel día con una información un tanto jugosa. Las nieves del tiempo no sólo han plateado mi sien, sino que, además, dejan una pequeña bruma en la memoria que me impide recordar con plena claridad el contenido de aquella información, cosa que, por otra parte, tampoco es fundamental para el hilo de la historia que pretendía narrar y que tomaré de nuevo apenas ponga punto y aparte a este párrafo.
Le conté al Redactor-Jefe (que entonces me causaba un respeto imponente que con el tiempo se tornó en admiración), el contenido de mis pesquisas, pretendiendo contener la emoción y dar rienda suelta a las palabras. Cosas ambas difíciles de ejecutar, especialmente si quiere hacerse de forma simultánea. El Redactor-Jefe, al que siempre trataré con mayúsculas, me señaló una semidestartalada Olivetti (faltaban varios años para que en las redacciones se perdiera aquel escandaloso tacleteo ambiental), al tiempo que me indicaba que aligerara, que el periódico tenía que estar mañana en el kiosco.
Presto, me lancé sobre las teclas, intentando seguir, paso a paso, las indicaciones recibidas pocas semanas atrás sobre la estructura, las cinco “uvesdobles”, la sencillez sintáctica o la facilidad semántica. Al poco rato, varias decenas de folios arrugados alrededor de una papelera metálica en avanzado estado de oxidación demostraban el cuidado que había puesto para redactar aquellos dos folios y medio que, con toda seguridad, ¡por fin!, iban a llevar mi nombre al comienzo de la primera columna. Página impar, seguramente, pero con nombre.
El Redactor-Jefe casi me los quitó de las manos, sacó del bolsillo de la camisa un lapicero y, tras ajustarse las gafas sobre el puente, realizó una lectura más que detallada. Un cierto temor me recorrió el espinazo cuando vi que se acercaba el lápiz al papel unas cuantas veces. Cuando terminó la lectura, mientras me devolvía los papeles, con voz amable me decía: “Buen trabajo, hay que corregir un par de comas y… mira a ver si lo puedes dejar en algo menos de dos folios”.
A punto estuve de empezar a dar volatines. ¡Sí!... Mi historia se iba a publicar. Como alma que lleva el diablo volví a saltar frente a la Olivetti, analizando cómo cortarle a ese magnífico reportaje un tercio de su extensión. Si el Redactor-Jefe, decía que podía hacerse, es que yo podía hacerlo. Cuarenta minutos y media docena de folios arrugados después, volvía a estar delante de la mesa del Redactor-Jefe extendiendo mi mano con ese folio y medio largo que me había pedido. De nuevo volvió a ajustarse las gafas, a empuñar el lapicero, y leer esta nueva versión de mis investigaciones.
En apenas minutos, me devolvió mis primeros pasos hacia el González Ruano, con una indicación muy simple: “Me gusta, pero a ver si eres capaz de quitarle doce o quince líneas, que hoy vamos un poco cargados de información”.
Otra vez a saltar sobre la máquina, dispuesto a quitarle, no ya quince, sino hasta dieciséis o diecisiete líneas. Borra este adjetivo, quita un par de advervios, esto ya está dicho en el segundo párrafo… Ya está.
Por tercera vez, el Redactor-Jefe, pausado, cumplio con el ritual de gafas, lapicero y lectura. No podía tener queja, me decía yo, sólo pasan cuatro líneas del segundo folio. “Muy bueno. Sí señor, muy bueno, pero a que no eres capaz de dejarlo en 35 ó 40 líneas”.
A estas alturas de la tarde, no había reto que no me sintiera plenamente dispuesto a vencer. ¿Quería 35 líneas? Treinta y cinco líneas iba a tener. Que no sabía él con quién se la estaba jugando.
Por fin. No había pasado media hora desde que me lanzó el reto, me presenté otra vez ante la mesa del Redactor-Jefe con mi medio folio largo en el que había podido constreñir todo el saber acumulado sobre el tema de mi reportaje. Había dejado cosas fuera, cierto, pero estaban todos los datos importantes.
Como si si se tratara de una vetusta ceremonia ancestral, volví a presenciar el ajuste de las gafas de concha, y el repaso, con el lápiz a guisa de puntero, de cada una de las treinta y dos (sí, 32) líneas en las que había podido resumir mi historia. Con un gesto firme, el Redactor-Jefe tachó las tres líneas que formaban el último párrafo, diciendo. “Perfecto, me lo quedo. Chaval: mañana, con iniciales en la 31”.
Todavía no me había dado tiempo a compungir el semblante cuando volví a escuchar su voz, esta vez (lo sé), con un tono cargado de cariño y comprensión. “Si puedes contarlo en medio, no uses dos folios. En un par de semanas seguro que vas en par y con nombre. Vete pensando cómo vas a firmar”.
Entonces supe que estaba aprendiendo a ser periodista.
Nepión