19.10.06

De las entrevistas a los políticos

Anda el politiqueo metido en campañas, cosa que no es decir mucho porque el politiqueo siempre anda metido en la cosa electoral. Puede que porque siempre estamos a menos de un año de las próximas elecciones. Cuando no son municipales, son autonómicas, o europeas, o a representantes de barrio, o a presidente de la Balompédica Linense. Ahora tocan autonómicas. Más inmediatas las catalanas, cierto, pero no se olvide que antes de fin de curso, buena parte de las cosas autonómicas de éstas nuestras Españas pasarán por las urnas, y ya se nota que los y las mandamases comienzan en sus desesperados intentos de caer en gracia al electorado.

Por ese motivo, otro colectivo también inmerso estos meses en plena vorágine laboral es el de los asesoradores en temas comunicativos: Directores de comunicación, asistentes de imagen, relaciones públicas, jefes de gabinete o como puñetas se les quiera llamar. Fulanos y menganas cuya aplicación principal consiste en procurar que su señorito (o señorita) “quede bien” cuando comparece ante los medios. Conocedores como son de las naturales impericias de sus respectivos amos, lógico es que durante buena parte de la legislatura, los comunicativos pongan todo tipo de trabas para que su asesorado meta la pata, como suele ser de consueto, ante los periodistas dando una imagen de meretriz recién pasada por los rastrojos.

No es infrecuente, por tanto, que a fin de prevenir pifias del jerifalte, los asesoradores exijan como sine cua non que cualquier pretendiente a entrevistando facilite de antemano el cuestionario completo con el que pretende inquirir al mandamás de turno. De este modo, el asesorador puede tanto eliminar cuestiones incómodas, como preparar ingeniosas respuestas que, tras las correspondientes sesiones de ensayo, harán quedar al señorito (o señorita) como alguien ocurrente poseedor, incluso, de un cierto sentido del humor.

Pero, ay, cuando se aproximan las citas electorales es más importante que el jerifalte se convierta en habitual de televisiones, radios y periódicos, aunque sea a costa de renunciar al conocimiento previo del cuestionario. Y ocurre que, a veces, el plumilla que interviuva, aprovecha estas escasas oportunidades para introducir uno o varios dedos en alguna de las múltiples llagas que en forma de dislates prolijean en mayor o menor medida en el curriculum de todo politiquillo.

Benditos sean, pues estos tiempos preelectorales que nos permiten ver la verdadera faz del politiqueo ante entrevistas poco cómodas. Es lo mismo que sean unas u otros, a todos les sube la bilis cuando faltan las lisonjas.
Nepión

9.10.06

De la condena a un delincuente

La reciente historia hispana está plagada de frases para el recuerdo. Desde aquel vergonzante “se sienten, coño” de infausto recuerdo, a otras más risibles, “mientes, Marcelino, y tú lo sabes”. Repetitivas y monotónicas como “la reina y yo”, “puedo prometer y prometo” o “váyase, señor González”. Desde el televisivo “a jugaaaar” del malogrado Joaquín, al enaltecido “pisalo, pisalo” (con acento en la a) que gritara Bilardo desde el banquillo; a veces pienso que podrían contarse los últimos años de nuestra vida tan sólo rememorando algunas de esas frases.

De todas ellas, probablemente, una de las que más calado tuvo fue la pronunciada, creo recordar, por un tal Pacheco, a la sazón y por entonces alcalde jerezano que de esta manera se mostraba disconforme con la decisión judicial en algún asunto que le afectaba. Si bien es cierto que el hecho de pronunciar en alta voz: "la Justicia es un cachondeo" pudo acarrearle algún que otro perjuicio, la máxima del alcalde Pacheco no sólo le llevo a las portadas de los diarios, sino que se instaló de manera más o menos subrepticia en el inconsciente de cuantos, a estas alturas del otoño, sumamos más de veinticatorce en el carnet de identidad (bastantes más, en mi caso).

Y pese al debido respeto que hay que tener por las instituciones, no se puede negar que, rebuscando en las hemerotecas, pueden encontrarse decenas de ejemplos que corroborarían las palabras del edil gaditano. Baste recordar la llamada “sentencia de la minifalda” o la imagen de aquella señoría irrumpiendo en la sala de vistas ataviado de mosquetero o, sin ir más lejos, la mera presencia en las calles de un individuo como Emilio Rodríguez Menéndez disfrutando plenamente de sus derechos cívicos como si fuere un ciudadano honrado.

Aunque sigue sin agotarse el eco de las palabras del alcalde don Pedro, reconozco que los órganos responsables de administrar justicia en este nuestro país han ganado bastantes puntos en mi estima. Hace unos días, en un juzgado madrileño pude ver con mis propios ojos cómo el individuo suprascrito, maniatado con esposas, era conducido a la sala de juicios por una pareja de agentes de la benemérita como se hace habitualmente con los delincuentes habituales. El personaje se sentaba en el banquillo por haber presentado en un juzgado un escrito en el que uno de sus muchos denunciantes retiraba la demanda interpuesta. Como quiera que el demandante no había firmado el papel de marras, el juez, (jueza en este caso) entendió que el acusado se hacía merecedor de aumentar en cinco meses más el tiempo que ha de pasar entre rejas, por lo menos ocho años si no me falla la memoria.

Dijera lo que dijera el alcalde Pacheco, tras haber visto al delincuente Menéndez acompañado por la Guardia Civil, a uno le crece, siquiera un poquito, la fe en la Administración de Justicia. Si al menos fuera un poco más rápida.
Nepión

6.10.06

Del derecho a ser insolidario

Después de tantos días de silencio en los que las circunstancias circundantes han cambiado, y tanto, retomo esta cita con la la pretensión de volver a convertirla en asidua, sin perder nunca su carácter de esporadicadario. A unos, les presento mis disculpas por el tiempo de ausencia; a otros, mis excusas por el regreso. Sea.

Recién hace unos días, reunidos en concilio los jerifaltazgos respectivos de las cosas eclesial y estatal, acordaron que, a partir del próximo año, cuando llegue la hora de aflojar la panoja con lo de la Renta, los ciudadanos paganos (contribuyentes, en el argot) que así lo desearen, entreguen el 0,7 de sus gabelas a la Santa, Católica y Apostólica.

Empero, ¿qué con aquellos imponentes que no quisieran entregar su óbolo al sostén del Episcopado? Que por birlibirloque se convierten en “donadores voluntarios” de las decenas de oenegés que por la España son. Pues vaya una mierda de solidaridad esa que se impone por decreto.

Si existiera, que me consta existe, algún ciudadano descreído (o creído de otras deidades) y al que le importan entre pepino y pepino y medio la propagación de literatura grecorromana entre los moradores del Kalahari, la pérdida de visión de añosos magrebíes, o la paulatina desaparición de los últimos ejemplares de psitácidos amazónicos, también el decreto le convierte en ciudadano-ejemplar-colaborador-económico-de-organizaciones-solidarias. Incluso en contra de su voluntad y, a más a más, sin poder desgravarse siquiera unos centimillos.

Aún recuerdo, en esa lontana infancia, cuando el Padre Eulogio pretendía catequizarnos mostrándonos el significado del “libre albedrío”: la potestad de cada quien a obrar por propia elección sin presión alguna. Con libre albedrío, claro que tenía mérito alcanzar la santidad. Que todos preferiríamos ejercer de mártires en el Circo Máximo y tener hagiografía como, por ejemplo, Casto y Próculo (virgen y mártir, respectivamente), pero con el libre albedrío de cada cual, la posibilidad de disfrutar de una entrada de preferente para el espectáculo se hacía mucho más atractiva. Y menos dolorosa.

Quiero tener la posibilidad de ser insolidario y, si me pete, aportar cuanto se me ponga en la punta de la tarjeta a las organizaciones que me plazcan. Quiero tener la posibilidad de ser buena persona por mi propia voluntad y no porque lo diga el señor Solbes. Si estamos obligados a pagar todos por igual y decreto, entonces, ser solidario no tiene valor alguno. Así no hay forma de ganarse el cielo.
Nepión