24.2.12

El día que todo empezó


Tal día como ayer de hace una buena purrela de años, yo era un recién ingresado en la facultad de Periodismo, cargado de dudas por si realmente había elegido la carrera acertada. Aquella tarde, mi hermana Pepa había aprovechado una tarde de libranza para sacar el numerito de la ORA en el edificio de las Escuelas Aguirre. Nada más entrar en el coche, pasaron por su lado como 10 ó 12 coches de la policía, entonces ‘lecheras’, a toda velocidad y armando un gran escándalo de sirenas y luces. Ni corta ni perezosa, arrancó el R-5 y salió detrás de ellos sin darse cuenta que, en un momento, otra larga fila de lecheras se había formado a su espalda. 

Así, en medio de la fila de coches blancos, con más escolta que la podría llevar el presidente de los EEUU, el R5 azul llegó hasta la misma puerta del Congreso. Pepa aparcó, y se fue puertas adentro para ver qué pasaba para que se hubiese montado tanto escándalo. Un agente muy amable, cosa rara por aquel entonces,  le aconsejó que casi lo mejor que podía hacer era salir de allí y no decirle a nadie que era periodista, “y menos, de Diario16”.

Volvió a casa para avisar que se iba para el periódico, en aquel entonces el único móvil que se conocía era el zapatófono del agente 86. A lo que inmediatamente salté -para gran espanto de mi madre- con un “me voy contigo” y salimos zumbando antes de que nadie pudiera decir nada en contrario.

Yo ya había estado alguna que otra vez en la redacción, pero juro que nunca antes había visto tal vorágine. Voces, gritos, papeles que volaban de un lado para otro, ruido ensordecedor de lo que parecían ser ametralladoras y no eran más que máquinas de escribir al rojo vivo. No recuerdo si fue Reinlein, Otaño o Raúl Heras, pero alguien me preguntó si era capaz de ponerme a escribir al tiempo que me pasaba un teletipo. Ni sé de lo que era. ¡Dios! ¡Que yo no había hecho más que unas cuantas prácticas en Redacción Periodística I y ya querían que me pusiera a escribir!. Hice lo que pude, pero no debía estar tan mal porque al menos un par de cosas se publicaron en alguna de las varias ediciones de esa noche y el día siguiente.

Para eso de las 12 media, ya habían llegado las fotos de EFE y Manolo Escalera estaba ya en la redacción contándole a Ana G Rivas por qué él no tenía fotos. La tensión del ambiente se empezaba a relajar porque lo más parecido a un uniforme que se había visto por San Romualdo era el del conserje del ASTIGY. Y, además, hacía rato que se había ido a su casa. Ni siquiera de El Alcázar, un par de pisos más abajo, había subido nadie a Diario.  Ya no quedaba ni una sola gota de whisky, ginebra, cerveza ni nada parecido. Alguien gritó que el Rey iba a salir en televisión en un rato y, entre tanto, fui testigo, y colaborador activo, de cómo hay que actuar para descerrajar el cajón de una mesa metálica en la que, había rumores, se podía encontrar un licor de guindas o ciruelas. El licor era realmente espantoso, pero la botella en cuestión tardó apenas unos minutos en terminar, vacía, en una papelera.

Con aquel vaso en la mano, volví la vista a aquel jaleo de gente, papeles, máquinas de escribir, y tensión que se respiraba y decidí  que no me había equivocado, que quería ser periodista. Y lo fui gracias a todos los que aquella noche me enseñaron más cosas de este oficio que en los años posteriores que pasé en la facultad. Gracias a todos los que estuvisteis allí esa noche.