17.7.07

De gerifaltes, prebostes y jefes

Hace no más de un par de días, un conocido llamóme para contarme que uno de mis antiguos jefes salía en las noticias. Curioso. Que uno de mis antiguos jefes aparezca en algún medio informativo no debería ser hecho comentable. Siendo, como soy, juntaletras desde ha casi cinco lustros, lógico es que muchos de mis antiguos jefes salgan en los papeles. Al fin y a la postre, también los más de ellos se dedican a esto de contar las cosas que pasan.

Bien es cierto que el buen Pakito Grillo, que es quien me ponía sobre la pista, referíase a que la prensa contaba de las maniobras financieras de un editor para el que, tiempo atrás, estuve trabajando. Ahora bien, para quienes conocen todo, o simplemente una parte de mi acervo jerárquico, que uno de los que fueron mis mandamases sea protagonista de la prensa a causa de argucias, martingalas o añagazas, no hubiera de ser causa de sobresalto o zozobra, pues argumentando sobre una plétora de quienes fueren mis superiores podría escribirse un voluminoso manual de las malas artes.

Empezando por el letrado editor, a quien Dios y el juez de vigilancia penitenciaria guarden muchos años, hasta llegar a mi más reciente “adquisición” (uno al que, hasta sus propios amigos, apodan como “Gitano”, y del que lo mejor que puede decirse es que no tiene ni una mala palabra ni una buena acción) han sido variados y diversos los prebostes de parecida guisa.

Hube de trabajar una breve temporada para un, ya entonces, exbanquero acuciado por la fiscalía, que pretendió publicar una revista con la que limpiar su nombre. De nada le valió y hoy continúa restando días, semanas y meses de los 14 años que aún le quedan de condena. Otro de mis gerifaltes fue conocido en su mocedad como el “Nazi macarra”, remoquete que le pusieron meses antes de ser detenido en el 79 por un asalto a la facultad de Derecho de la Complu en el que hubo varios heridos de bala. Caprichos del destino hicieron que, años después, se convirtiera en vicerrector de una universidad privada. El “Nazi” había dejado de ser macarra.

En uno de mis periplos laborales extramadrileños caí en las redes de un bribón jaenero que intentaba la extorsión a cambio de silenciar inexistentes escándalos financieros en las instituciones jienenses. Ignoraba el fullero, que para que un escándalo adquiera tal condición, no basta sólo con que sea publicado, alguien tendría que leerlo; condición que no se daba en el panfleto publicado.

Largo tiempo anduve también como subalterno de uno que contaba de sus correrías como corresponsal en la guerra irano-iraquí de los 80. Uno de los corresponsales más atípicos con los que topé en mi camino pues, luego de varias semanas de hemerotecas, no pude encontrar una sola de sus crónicas para la revista de la que “fue” enviado especial. Tiempo después supe que nunca estuvo en esa guerra. Ni en ninguna otra.

Largo elenco, al que aún podrían agregarse una retahíla de personajillos y concejales y que, tras contemplar desde una perspectiva histórica, uno no puede evitar el remedo a Romanones y exclamar: ¡Joder, qué tropa!

Empero, como no todo el monte es orégano, ni siempre que tocan las campanas, anuncian muerto, he de añadir, y añado, que en esta larga trayectoria tuve la suerte de laburar con grandes, muy grandes, profesionales y mejores personas: Jesús Ramos, Nacho Jiménez Mesa, Carles Torras, Rafa Plaza, Fernando Reinlein, José Acevedo, Fermín Vílchez, Manolo Quintero, Juan Francisco Pla y tantos otros, pero, sobre todo, Alberto Otaño. Cualquiera de éstos bastaría por si mismo para eclipsar a toda la caterva de rufianes que he ido encontrando en este loco mundo. A veces, cotejando ambas listas, uno llega a sentirse un poco Mio Cid: “Dios, que buen vasallo cuando obiera buen señor”.

Nepión

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