7.5.06

Odio de lo oído

Cada mañana al levantarme y enfrentar la mirada ante el espejo (después de reponerme de la primera impresión) casi siempre me asalta el mismo pensamiento. Una vez que consigo alejarlo de mi mente acordándome de las obligaciones laborales, me asalta entonces el convencimiento de la imperfección en el diseño del cuerpo humano. Y ello es causa y motivo de que evite, siempre que me sea posible, utilizar el transporte colectivo.
Un ser humano, cualquiera, ante una visión desagradable, siempre tiene la posibilidad de desviar la mirada, cerrar los párpados o pulsar el botón de apagado en el mando a distancia de la televisión, actividad esta que se prodiga en defecto. Pero es muy fácil dejar de ver lo que no se quiere ver, basta con no mirarlo. En el autobús, pues, uno podría evitar las visiones horripilantes si quisiera. De habitual, las evita.
Eludir el uso del sentido del gusto es aún más sencillo, si cabe. Dada la ubicación exclusiva de las papilas en la superficie lingual, para permanecer eternamente ignorante al sabor del resto de la concurrencia del vagón, basta con evitar darles lametones. Cuestión obvia porque jamás he sabido de viajero al que le hayan agredido (porque le sacudirían tremendos sopapos, con seguridad) por viajar pegándole lametadas a la concurrencia.
Si lo que no se quiere es percibir olores, se puede evitar, sencillamente, con el simple hecho de respirar por la boca. Quién no ha sido alguna vez “perfumado pasivo” habiendo de soportar los excesos fragantes de los conviajeros. La ausencia de células especializadas en la captación de aromas (y hedores) en cavidad bucal, evita la percepción de emanaciones desagradables (por otra parte abundantes en el metro, sobre todo en verano y en horas punta), Por tanto, uno podría ser usuario boquiabierto de metro sin padecer axilas ajenas.
Algo más complicado resulta lo de evitar el uso del tacto, dado que la colocación estratégica de las terminaciones nerviosas táctiles está muy repartida a lo largo y ancho de la superficie epitelial. Pese a ello, el uso del tacto no deseado se puede limitar gracias a las ropas con que nos engalanamos antes de salir del hogar.
Pero ¿qué ocurre cuando uno quiere evitar el uso del oído? ¿Qué hacer cuando los vecinos de viaje se enredan en conversaciones estúpidas a pocos centímetros de nuestros pabellones? Amigo, ese es el problema. Porque o bien se tapa las orejas con ambas manos (cosa muy difícil en cuanto se lleva una mano ocupada en el mantenimiento de la vertical agarrando una barra y la otra sujetando la prensa del día) o, lo que es mucho más efectivo, media vuelta, pulsar el timbre de parada y apearse en la primera oportunidad.
Por eso no puedo ser usuario del transporte colectivo. Si cada vez que escucho una bobada (Dios y yo sabemos que es demasiado a menudo) he de bajarme y esperar a que llegue un nuevo tren, tardaría siglos enteros en cubrir la distancia de mi casa al curro. Y si llego tarde, mi jefe (que tiene un carácter) dice que no me paga. Por eso como necesito las perras, voy a trabajar en coche. Ni más ni menos.
Nepión

3 comentarios:

Polkium dijo...

Ante semejante problema, propongo una musical solución: un discman, un lector de MP3, un i-Pod o, incluso, uno de esos arcaicos walkman.

Anónimo dijo...

Iba a decir lo mismo que Polkium, un walkman o similar es una buena solución!
Me mató lo de "perfumado pasivo".

Nepión dijo...

En el fondo, todas las soluciones pasan por lo mismo: Utlilizar un engendro mecánico para no convertirse en conversador pasivo