Hace años, decenios incluso, cuando comenzaba a adentrarme en la mocedad, un grupo de amigos, asaz variopinto, nos congregábamos las más de las tardes en el salón del único pandillero que había podido invertir sus posibles en la emanciación. Dichoso él, si bien, era una emancipación un tanto sui generis, puesto que lo precario de sus ingresos, una vez deducido el abono de la vivienda (16.000 pesetas de las de entonces, que era un manojo considerable), apenas le llegaba para cubrir otros gastos, de modo que el pollo seguía masticando por cuenta de los progenitores y, de paso, aprovechando las visitas al pater familias, transportar la colada para entretenimento de la mater familias, que “así no sentía tanto la marcha del hijo” (morro no le faltaba, no).
Ocurrió que, con el tiempo y alguna que otra colaboración paterna en forma de llamadas, el pollo emancipado alcanzó, por fin, una paga honorable que, no solo bastaba para abonar el inquilinato, sino que dejaba restos suficientes para mejorar nivel de vida del arrendado. Pese a que el horario laboral ya no le dejaba tiempo para mover el bigote en la casa del padre, al llegar el fin de semana continuaba prodigando las visitas de hijo prodigo a fin de cumplir con el tercero (honrar padre y madre, si no recuerdo mal el Ripalda) y, de paso, aliviar los sentimientos de tristeza acarreando la consabida bolsa llena de gayumbos sucios, a la ida, o mudas limpias y almidonadas, en el viaje de vuelta.
La prosperidad del muchacho, unido a su simpar apetencia de destacar ante quien fuere, por una parte, y al descubrimiento de los pagos aplazados, de otra, provocó que en poco tiempo, su salón se convirtiera en muestrario de tienda de electrodomésticos, sección línea marrón (así, al menos quiero recordar, se denominaba el departamento donde se expedían los aparatos para el hogar que no tenían relación directa con la cocina o el lavadero: radios, televisiones…).
Una tarde, recuerdo, decidió reunir a toda la pandilla, que por entonces habia empezado a disgregarse por esas cosas de los amoríos y de los trabajos allende la urbe. Ignoro el procedimiento utilizado, pero aquella tarde volvimos a reunirnos en su casa. Al poco de llegar nos anunció, sin bombo ni platillo, cierto, que poco después de las ocho iban a traerle una macrotelevisión de nosécuantas pulgadas, amen de un vídeograbador.
Al cielo pongo por testigo que no hubo petulancia por mi parte, ni la menor intención de aguarle al anfitrión la puesta en escena, pero al escuchar sus palabras comencé una diatriba feroz contra la inutilidad de esos aparatos hipermodernos en los que se podían sintonizar más de cien canales diferentes, “cosa absurda”, dije, “porque no tenemos más que tres”, (el ‘normal’, el ‘uhacheefe’ y la recién nacida televisión autonómica). Proseguí con mi discurso contra quienes engañan a los ingénuos con elementes técnicos de “elevadísimo coste, y aun mayor inutilidad”, en lugar de mejorar la calidad de las funciones básicas que son las que se van a utilizar. “Además”, añadí poniendo mucho énfasis en mis palabras, “hay unos vídeos que te los venden diciendo que puedes programarlos con más de un año de plazo. Valiente estupidez, cuando ni siquiera sabes qué coño van a poner mañana”.
Ni que decir tiene que, rato después, cuando los técnicos desembalaban las grandes cajas y procedían a dar las explicaciones técnicas de las maravillas de los aparatos recien adquiridos, cuando iban a mencionar la posibilidad de sintonizar más de cien canales diferentes o programar una grabación con “cinco años de adelanto”, un servidor decidió ir a la cocina en busca de más hielo. Ridículos, los justos.
Muchos años después mi tamagochi, (apodo con el que siempre apelo al teléfono móvil), tiene una cámara que no he usado jamás; permite navegar por Internet, aunque no me pregunten cómo; es capaz de comunicarse con otros dispositivos por medio de rayos infrarrojos y capaz de albergar, dicen, decenas de tonos, solitonos o politonos que podría comprar con sólo marcar con el pulgar una determinada secuencia de números. Les juro que me conformaría con un tamagochi que sólo me sirviera para hablar y escuchar, sin más funciones extras. Pero no consigo encontrarlo.
Leo en la web de Telecinco que en los Estados Juntitos de la América Septentrional, que alguna compañía de telecomunicaciones tiene previsto sacar un “teléfono kosher” para los más devotos judíos:
“Los móviles "kosher" son, básicamente, teléfonos en su estado más puro: sólo permiten hacer y recibir llamadas, y están desprovistos de funciones que, a los ojos de los rabinos, pueden "distraer" al devoto.”
¿Podré pasar por judío sin necesidad de cortarme pellejo alguno?
Nepión
4 comentarios:
Estos rabinos siempre en contra del progreso. ¿de que vamos vivir los profesionales de las telecomunicaciones?
:-)
No me seas rabino y fomenta el uso compulsivo de la tecnología, que somos muchas la bocas que comemos de ello.
La única vez que vi un aspecto útil de los teléfonos con cámara fue dentro de una tienda Decathlon, en Alcorcón, donde vi algo que le podía interesar a mi hermana. "Si tuviera un teléfono con cámara", pensé, "podría mandarle una foto". A la salida, comprobé que, aunque los teléfonos con cámara todavía no se habían popularizado, el establecimiento ya lucía una pegatina de "Prohibido hacer fotos".
No se como han comenzado a llegar tus avisos a mi correo-e pero siempre que recibo uno nuevo, por curiosidad, paso a ver que dices. Hoy te has superado. :D
Yo reconozco que tengo móvil con cámara y que la uso casi a diario, entre otras cosas para ilustrar los post de mi blog. Mi tio llama a mi móvil "mimadín", por el cariño que le tengo. Me ha acompañado en mil viajes (tenías que ver como me ofrecían todos los indios que lo veían el sueldo de tres meses y hasta a su mujer por él). El internet movilero tampoco se usarlo y, de hecho, lo he desconfigurado porque tenía la mala costumbre de conectarse sólo. Y el video nunca lo he programado con un año de antelación, pero si que he llegado a hacer multiprogramaciones al salir de vacaciones... quizás es que ya ni me acuerdo de cuando sólo había dos canales...
Nunca negaré lo maravilloso que es el progreso. No estoy en contra de los teléfonos con decenas de funciones. Ojalá incluso los inventen capaces de transmitir olores. Lo que me incomoda es que, a medida que se avanza, perdemos la simplicidad. Me gustaría un vídeo que sólo grabara y reprodujera, pero con una calidad de pasmo. No quiero pagar de más por funciones que no voy a utilizar en mi vida.
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