Eran las doce y veinticinco de una noche de abril. Por los transistores en los que estaba sintonizada Radio Renascença comenzaban a sonar las primeras notas de Grandola, vila morena. Era la señal pactada. Grupos de militares del MFA (Movimento das Forças Armadas) comenzaron a tomar posiciones en diversos puntos estratégicos a lo largo de Portugal. Había comenzado el 25 de abril. Había estallado la Revolución de los claveles. Antes del alba, en las casas de dos grandes periodistas, lamentablemente ya desaparecidos, sonó el teléfono. Algunos años después, así lo contaba uno de ellos. ¿Para qué añadir más?
Misión cumplida, hermano
Por Alberto Otaño
Aquella madrugada, como casi todas por entonces, había dado con mis huesos en la cama alrededor de las cuatro. A las seis y media, el estrépito del teléfono horadó mi sesera como un estilete.
- Alberto -decía una voz también aguardentosa-, ¿tienes pasaporte?, ¿tienes coche?, ¿tienes dinero? Pues te vas a Portugal.
- ¿De vacaciones?
- No, guapo. Es que parece que ha habido un golpe de Estado.
- Estas no son horas...
- Déjate de coñas, dúchate y vente para el periódico. Antonio Gabriel ya está avisado.
A la sazón, yo andaba como enviado especial en Nuevo Diario. Estaba acostumbrado a viajar a horas intempestivas, pero nunca hubiera imaginado que algún día me quitarían los sopores de aquella manera para anunciarme una revolución en el país vecino. De modo que me eché un agua, arranqué mi viejo Renault 8 y me dirigí a la Redacción. Allí, puntual y reluciente, me esperaba Antonio con un teletipo de la agencia Efe en la mano.
- Esto es todo lo que hay.
El cable era un urgente que, lacónicamente, anunciaba que la guarnición de Santarem se había rebelado y marchaba hacia Lisboa. Amén.
De forma que, carretera y manta. Con la legaña aún pegada al ojo y el papelito de la agencia por toda información, enfilamos ruta hacia Santarem por donde Dios nos dio a entender. Mi Renault echaba humo -yo, que en mi vida había pasado de cien, iba casi a ciento treinta y aquel cacharro culeaba como una bailarina- no fuera a ser que nos cerraran la frontera.
Pues, nada. En la raya aduanera todo estaba tranquilo.
- Oiga, ¿usted sabe algo sobre una revolución?
- ¿En qué país, sinhor?
Adelante. Santarem se estaba desperezando cuando llegamos metiendo ruido. No había rastro de civiles ni de militares. Buscamos el cartel indicador hacia Lisboa.
- Habrán ido por aquí, supongo.
- Elemental, querido Otaño.
- Elemental, querido Otaño.
La Radio Nacional española -mi coche era una tartana pero tenía un aparato de puta madre- decía que la canción “Grandola, vila morena” había sido la contraseña para la marcha sobre la capital. Ya era un dato.
Y así, jugándonos el tipo, sorteando a los suicidas conductores portugueses, llegamos a Lisboa.
Nada. Tráfico normal. La gente, a lo suyo. Los guardias, a sus multas. Se regaban los jardines....
- Antonio, nos han engañado. Y te juro que el cabrón que nos haya sacado de la cama sin haber podido dormirla, va a llevarse dos hostias.
Gabriel estaba tan extrañado como yo, pero su retranca gallega le hacía decirme:
- Calma, vasco. Algo pasará...
Gabriel estaba tan extrañado como yo, pero su retranca gallega le hacía decirme:
- Calma, vasco. Algo pasará...
Decidimos buscar el hotel más pera de la ciudad. Siempre que hay conflictos, los reporteros hacen del hotel más lujoso su cuartel general. No nos equivocamos. Allí había ya algunos periodistas como nosotros. Y tan perplejos. Alguien de nuestra embajada nos confirmó lo que decía el papelito de Efe. Que sí, que había revolución.
- Pues venga Dios y lo vea.
Alquilamos una habitación para echarnos otro agua y llamar a Madrid.
- ¿Hay muchos tiros? ¿Estáis bien?
- Y yo, en tus muertos.
- ¿Hay muchos tiros? ¿Estáis bien?
- Y yo, en tus muertos.
Fue precisamente entonces, al colgar el auricular, cuando Antonio Gabriel tuvo la idea.
- Vamos a dar una vuelta. Aquí no hacemos nada.
- Vamos a dar una vuelta. Aquí no hacemos nada.
Salimos del hotel ante la mirada irónica de otros colegas.
Comenzamos un paseo por las cercanías de nuestra residencia.
Nada. Un poco más lejos. Nada.
Hasta que, de pronto, el estallido. Soldados por doquier, en camiones, en blindados, a pie. Soldados con el fusil al hombro y, en la bocacha, un clavel. Cientos de claveles en cientos de fusiles. A Antonio se le dilató la pupila.
- ¡Espérame aquí!
Comenzamos un paseo por las cercanías de nuestra residencia.
Nada. Un poco más lejos. Nada.
Hasta que, de pronto, el estallido. Soldados por doquier, en camiones, en blindados, a pie. Soldados con el fusil al hombro y, en la bocacha, un clavel. Cientos de claveles en cientos de fusiles. A Antonio se le dilató la pupila.
- ¡Espérame aquí!
Y se lanzó entre los militares, entre la muchedumbre. El único que disparaba algo en aquel batiburrillo era él: su Nikon echaba más humo que mi Renault. No tardó más de media hora. Exultante y sudoroso volvió a donde yo estaba.
- ¡Vámonos a Madrid! ¡Lo tengo todo!
Recogimos los bártulos. Pagamos religiosamente el habitáculo que no habíamos utilizado. Había que salir de allí cagando melodías, no fueran a cerrar las fronteras. Ya habíamos visto la revolución. Por la noche llegamos al periódico. Medio muertos. Gabriel se encerró en el laboratorio. Yo me puse a parir. A la mañana siguiente, Nuevo Diario daba la enorme exclusiva gráfica de don Antonio.
Misión cumplida, hermano.
3 comentarios:
Viajaba para allá mi amigo Horacio la noche siguiente en el expreso nocturno con una cámara de super8, y purgaban cárcel (militar, por supuesto) gentes como Federico. Yo, simplemente, lloraba emocionado.
Gloria eterna al donostiarra más socarrón.
Y además de escribir bien tenía cientos de corbatas... Un besito desde el genoma periodístico.
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