6.12.05

Cafetomanía

Cada vez que sé de la publicación de un nuevo libro de memorias me invade, cuanto menos durante unos segundos, una cierta curiosidad por leerlo. Durante esos segundos llego a imaginar que en ese libro, el recordante, habrá sido capaz de confesar sus pecados inconfesables. Esta creencia sólo me dura unos segundos (para pensar soy muy lento), hasta que reparo que los secretos inconfesables, adquieren tal denominación por ese doble motivo: por ser secretos y por ser inconfesables. Por eso, hace tiempo que dejé de leer libros de memorias, (al paso que voy me temo que, por otros motivos, no voy a leer más libros), tal vez porque si algo tengo yo, puede que sea memoria.

Nadie piense, por tanto, que cuando me siento a escribir estas líneas se me vaya a escapar alguno de esos secretos inconfesasbles que todos tenemos (o por lo menos yo sí los tengo) pero bien guardados (espero). Por lo tanto, parafraseando a don Adolfo, puedo confesar y confieso que, entre otros muchos vicios y adicciones que me poseen, está la cafetomania, o cafeínodependencia o como se quiera denominar al hecho de consumir grandes cantidades de café. Llamando grandes cantidades a una media de dieciocho a veinte cafés diarios. Siempre con leche (fría) y siempre con azúcar.

Uno, éste que lo escribe y no otro, con el tiempo se ha ido acostumbrando a que en los bares y cafeterías le miren con cara rara, según a la hora que se le ocurra pedir el café. Comprendo que no es habitual, a las dos y media de la tarde, cuando el resto de la concurrencia disfruta de un tradicional aperitivo (una caña o vino o vermut, acompañando unas aceitunas o unas patatas o unos panchitos), aparezca un transgresor como yo pidiendo un café con leche (con la leche fría). Miradas que se cruzan entre los parroquianos, entre los camareros, entre aquellos y éstos...

Afortunadamente, jamás pasa de ahí. Tampoco pretendo hacerme el importante, queriendo hacer creer que el hecho de tomar un café a horas poco habituales, constituya una provocación a la concurrencia que pudiera poner en riesgo la integridad física del subscribientre. Por fortuna las miradas no pueden hacer daño alguno.

Si las miradas de extrañeza son habituales a la hora del aperitivo, no tengo calificativos para las que me dirigen cuando, doce horas más tarde, en cualquier establecimiento abierto, se me ocurre pedir un cafetito. En este caso, la actitud de los parroquianos me importa un rábano. Hay cosas mucho más graves (precios aparte). Un café requiere de una cierta liturgia. El café exige ser acompañado de otros vicios (confesables, aunque alguno empiece a estar mal visto): tabaco, y sobre todo, conversación.
Supongo, careciendo de todo conocimiento científico, que la ingesta de trimetilxantina (que es como las enciclopedias denominan a la cafeína) tiene, entre otros efectos secundarios, provocar excesos verborreicos en el consumidor habitual. Mi adicción, por lo tanto, me obliga a no frecuentar garitos nocturnos de música altisonante, no sólo porque no tengan café, porque cuando lo tienen no sea bueno (que no lo suele ser), porque pretendan cobrarlo a precio de garrafón con etiqueta de marca importada. Ni tan siquiera porque el breve recorrido que ha de hacer el brazo para llevar la taza desde el platillo a la boca, sea imposible de completar sin que se produzca un dramático accidente que se salde con media taza vacía y una mancha de considerables proporciones en camisa y pantalón que ni mi detergente con poliuretanos expandidos podrá sacar en menos de tres lavados.
No, mi adicción requiere de una cierta tranquilidad ambiental, espacio, si no holgado, sí suficiente y, sobre todo, de próximo o próxima con quien compartir las veleidades verborreicas que surgen entre las volutas de humo (Terminar termina bonito, pero cursi... un rato).
Nepión

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