Hace unos años, por causas laborales, tuve la fortuna de viajar a Belfast, la capital administrativa de Irlanda del Norte. Esa zona de la isla de Irlanda cuyas gentes, durante años, siglos incluso, ha vivido acosada por las balas, las explosiones y la muerte. Durante los días que allí pase, hice por hablar con muchas personas, pese a mi mal inglés y el nulo gaélico. Más que por hablar, lo que hice fue escuchar. Y ya entonces, en las voces de aquellas gentes, en sus caras, descubrí que el proceso de paz que se había iniciado apenas unos meses antes, era totalmente irreversible. Pudiera ser que hubiera pasos atrás, que los hubo sin duda (y probablemente todavía los habrá). Pero en las palabras de cuantas personas a las que escuche, de uno y otro bando, unionistas o republicanos, protestantes o católicos, pude percibir el sentimiento de una esperanza contenida, de un deseo irrefrenable de conseguir un estado similar a la tranquilidad. Ya fueran grandes empresarios o simples asalariados de mínimo sueldo. Bien fueran incluso, excombatientes con largos años de cárcel recientes en su memoria. En todas las miradas sin excepción, veía brillar un reflejo de esperanza.
Recuerdo especialmente a una mujer, con la mirada clavada en ese inmenso muro que separaba barrios católicos de protestantes, una muralla coronada por un espeluznante espino, musitando entre dientes el deseo de que aquel inmenso muro, tal vez algún día, no sea más que un recuerdo de lo que nunca debieron vivir.
Aquella mujer, su mirada, me entristecieron. En mi país nunca jamás había visto reflejada la esperanza como lo estaba en esa mirada. Comprendí que aún nos faltaba por un largo trecho por recorrer, antes siquiera de que fuera posible dar un paso hacia la esperanza, hacia el sosiego.
Pero hoy (ya ayer) ha sido muy distinto. Hoy he visto esas mismas miradas en decenas de ojos. Hoy he sido consciente de ver nacer la esperanza en las miradas de mis compañeros de trabajo, de los pocos vecinos a los que he podido ver (horarios incompatibles). He visto despuntar brillos de alegría (contenidos por la prudencia que da el saberse engañado tiempo atrás) a medida que se iba corriendo la voz del anuncio del ‘alto el fuego’. En días como hoy (ayer), es una verdadera lástima que la prudencia no nos deje expresarnos como realmente nos lo pide el corazón. En mi fuero interno, descorcharía un buen cava con tal de no sentirme engañado otra vez.
Es más, con su permiso voy a descorcharlo por el deseo de que la Asociación de Víctimas del Terrorismo nunca más tenga que admitir nuevos socios.
Nepión
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