19.9.05

¿Dónde están los niños?

Hasta hace tan sólo unos días no me había dado cuenta que en los parques, en las calles y plazas de las grandes ciudades, los niños ya no juegan. Apenas hay grupos de pequeñajos correteando por las calles, soliviantándonos a los mayores, interrumpiendo nuestras prisas y pasos.
Acaso sea que ha tiempo que me hice mayor, acaso sea que cuando el diablo no tiene qué hacer, mata moscas con el rabo, pero cuya sea la razón que fuere, el caso es que a mis cansinos ojos ha saltado la imagen del recuerdo de mi niñez, de una panda de amigos, de una calle concurrida, de cienes y cienes de tardes revolviendo por las esquinas de un barrio que hoy aparece despoblado de chiquillería.
Tuve que tratar, durante largos tiempos, con rapaces de diversas generaciones (echando cuentas, los primeros a los guíe deben andar ya con las preocupaciones de preparar las confirmaciones de sus descendientes, o hasta puede que alguna boda) y, a lo largo de estos tiempos, fui triste observador del proceso que ha ido despoblando calles, plazas y parques de niños jugando.
Mi ciudad la hicieron de nubes y polvo, de niños jugando al fútbol en medio de la calle, de niñas saltando a la comba, de grupos jugando al pañuelo. El diábolo, el yo-yó, la comba, el peón, el aro... ¡Cuántos cientos de juegos y juguetes perdidos en la memoria olvidada de las calles vacías!
Un pedazo de tierra mojada por la lluvia y un hierro herrumbroso ligeramente afilado nos servía para jugar al clavo. No más que buscar un cinturón escondido y, al encontrarlo, zumba que te zumba a los compis antes de que llegaran a 'casa' (el zurriago escondido).
"El último en alto la liga", y corre que te corre a buscar una piedra, un banco, un pretil, la peana de la farola, cualquier cosa que te elevara lo menos diez centímetros del suelo para quedarte a salvo. Luego, a correr como un desesperado para dar en la espalda de Míguel (túla); persiguiendo a Nacho hasta que se cruzaba Ana entre ambos (cortahilos); esquivando a Nando para no tener que correr agarrado de su mano (la olla)... miles de formas, modos y maneras de pasar tardes enteras sin gastar un sólo voltio.
Pero hoy, será que con la edad dispongo de tiempo, será que con el tiempo las cosas interesantes han vuelto a llamar mi atención, doy un paseo por el parque y no veo más que pobres extranjeros pobres, de diez colores, de cien razas, de mil países, que se reúnen a ver pasar las tardes anodinas, una tras otra.
Hoy mis niños, éstos que algunos días ves en cines e hipermercados, siempre acompañados de mayores con reparos, ya no juegan con otros niños, ya no corren en mis calles, ya no se esconden tras los arbustos. Hoy mis niños apenas salen de casa.
Ya no se puede ser ni golfillo de pantalón cortito con un sólo tirante. Hoy mis niños son expertos en vídeoconsolas, sus juguetes tienen más enchufes que los cuñados de un concejal, y gastan tanta electricidad que debo reconocer que me entran ganas de comprar acciones de una fábrica de pilas.
Mis niños no se tratan entre ellos, celebran el cumpleaños de los compañeros de clase (ya ni los llaman amigos) yendo a deglutir comida de plástico a un establecimiento donde a su padre le sacuden con un facturón de toma pan y moja a cambio de una coronita de papel para el rey de la tarde.
Mis niños ya no saben jugar en grupo desde que los que éramos mayores nos metimos a pretendidos educadores que queríamos que las nuevas generaciones crecieran con juegos educativos, no violentos ni competitivos. Juegos que pretendían enseñarles a convivir, a saber de su tierra y su país, de sus gentes y paisajes. Queríamos, quisimos, cambiar el mundo cambiando el futuro que vendría y, yo al menos puedo reconocerlo, erramos. Cuando el futuro de entonces se ha convertido en presente, poco sinceros seremos si no reconocemos, cuanto menos, la parte de error que nos corresponde a cada cual.
Mea culpa, pues, y otra razón más para que una triste lágrima se pierda entre las mejillas arrugadas de un pobre observador que ve las plazas y los parques silentes de los gritos de los niños al correr.
A veces, algunas pocas veces, un par de infantes, hermanos entre sí, corretean por mi calle. Anteayer, al mayor, cruzando como sólo lo hacen los pequeños, un coche le arreó un tantarantán de más ruido que nueces rotas que nos metió a todos el alma en un puño. Nada más que un susto, Deo gratia. Más, con el tiempo en la distancia, una cierta sensación de bienestar. Aunque pocos, muy pocos, en mi calle aún hay niños que corren como locos.
Nepión

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