12.11.05

Una historia quirúrgica

Aquejado por un bultillo en una parte de mi anatomía muy cercana a mis partes pudendas, tiempo ha que hube de llegarme a un centro sanitario a fin de que pusieran freno a la creciente y dolorosa hinchazón. Nada más llegar al departamento de urgencias, observé con asombro que apenas había pacientes en la sala de espera. No quiero decir con ello que la sala estuviera atiborrada de enfermos vociferantes y protestones, sino sencillamente que estaba prácticamente vacía, cosa lógica si piensa uno que eran poco más de las 7:30 de la mañana de un domingo. Dada la escasez de enfermos y/o accidentados, apenas con tiempo para apurar un pitillito en el relente tras haber informado pertinentemente a la recepcionista de mi llegada y de mi mal, soy llamado por afanoso celador que, de inmediato, precediéndome, me conduce al quirófano del servicio de urgencias. Allí, en pie junto a una camilla, un médico ataviado de eso que en la jerga profesional llaman pijama de color azul, tal vez por ser parecido a un pijama y, además, ser de color azul. Informado el facultativo de mi dolencia, con un gesto me indica dónde hay una percha (tras la puerta), y con otro que me coloque, decúbito supino, sobre la camilla. Procedo a seguir sus indicaciones habiéndome antes desabrochado y bajado cuantas prendas me ocultaban el nuevo y doloroso abultamiento. Apenas tumbado y con mis vergüenzas al aire, el galeno, con proceloso sentido del orden y ayudado del celador, comienza a colocar en una mesilla auxiliar que se encuentra a su lado todo el instrumental que, piensa, va a necesitar para mi sanación: guantes de látex, apósitos de gasa, bisturí desechable, jeringa también desechable, más gasas, algúnque otro potingue... Por su parte, el ayudante (a estas alturas no sé si su status es el de mero celador, simple auxiliar de enfermería o simple mero) se coloca del otro lado de la camilla empuñando en su diestra un frasco que contiene algún específico cuya etiqueta se me escapa a la vista. De pronto, la puerta se abre y en el interior del quirófano (apenas una sala de 2 x 6 m) se introduce una enfermera de buen ver que, supongo, vendrá a colaborar en el proceso quirúrgico al que en breve voy a ser sometido.

¡Quía! La enfermera, que por cierto ha dejado la puerta abierta, se encamina hacia mi derecha y rebusca entre decenas de pequeños cajoncillos algún remedio que necesita para otro paciente. Reparo en ese momento en que la sala destinada a quirófano tiene también la utilidad de servir de almacén de fármacos para todo el servicio. Encontrado lo que había venido a buscar, la enfermera abandona la sala, eso sí, cerrando la puerta, cosa que es de agradecer porque en el interín, ante ella (la puerta), han pasado dos señores con el aspecto de ser los familiares de algún paciente al que atienden en otra sección.

Comienza el alópata su exploración con palpamientos, castos, pero poco cuidadosos, a fin de determinar con exactitud cual es la zona que, al apretarla, provoca en mí mayor dolor. Vuelve a abrirse la puerta y entra otra enfermera, ésta de mucha más edad que la primera, pero con la misma costumbre que su predecesora en lo que a la puerta se refiere. También la deja abierta y, por entre los brazos del médico, veo como por el pasillo pasa una señora que, sospecho, debe ser pariente de algún otro de los atendidos. ¡Vaya por Dios! y yo que creía que no había más enfermos y parece que ha sido una noche movidita. La nueva enfermera, recoge lo que había venido a buscar (me parece ver que se lleva un par de cajas, pero no lo puedo asegurar con rotundidad) y sale, eso sí, cosa que es de agradecer, cerrando la puerta. Más que cerrándola entornándola. Gesto inútil, puesto que, en menos de dos segundos la puerta, supongo que por esos desniveles tectónicos que los arquitectos dejan a propósito en las edificaciones (tal vez con el fin de que en una imprevisible ríada, el agua fluya de manera natural hacia Dios sabe dónde). La puerta, digo, vuelve a quedar de par en par mostrándome en todo mi esplendor a la señora que instantes antes paseaba hacia la derecha y que ahora lo hace hacia la izquierda.

Celoso de su oficio, el celador-ayudante procede a cerrar la puerta asegurándose de que el resbalón encaja perfectamente en el orificio del quicio. Compruebo con serenidad que el ayudante se preocupa más de salvaguardar mis pudibundeces de miradas ajenas que del riesgo de poderme contagiar cualesquiera cosa, microbio o bacilo que hubiera en la, sospecho, poco esterilizada falleba.
Mis sospechas son ciertas. La manija no está en absoluto esterilizada porque, apenas el celador se ha reincorporado a su tarea, hace aparición en la sala una empleada del servicio de limpiezas que, para no perder la costumbre, vuelve a dejar la puerta de par en par para deleite de la señora que pasea por el pasillo, y que, dicho sea de paso, no deja pasar la oportunidad de otear, ya sin disimulo, mis inflamaciones escrotales cada vez que pasa por delante de la cancela. Mientras la limpiadora (educada, hay que reconocerlo, que lo primero que ha hecho nada más entrar ha sido dar los buenos días) se afana en la tarea por la que recibe su estipendio, el del pijama azul se afana en la suya mascullando no sé que frase. De inmediato el ayudante, que viste de blanco, cosa que antes no había mencionado, comienza a rociarme la entrepierna con algo que, creo, debe ser nitrógeno líquido a fin de, parece, congelarme la zona y evitarme sufrimientos.

El líquido rociado no solamente congela sino que escuece como pocas cosas, tanto que me veo obligado a cerrar los ojos y apretar los dientes, con lo que no sé si la espectadora continúa en su puesto de observación. El operante, aprovechándose de mi desconcierto, y creyendo, equivocadamente, que tengo la ingle insensible, clava con decisión el bisturí en el lugar en el que sus exploraciones previas han determinado con exactitud como el punto de máximo dolor. Puntería, desde luego, no le falta. Una vez he sido incisado, y mientras el experto deja sobre la mesita auxiliar el artilugio punzante, logro unos segundos de respiro para comprobar que, no solo la puerta sigue abierta, sino que a mi admiradora se ha unido otro esperante de los que andaban por el pasillo. Apenas me da tiempo de percibir si entre ellos están intercambiando comentarios, pero las manos del sádico que me atiende han comenzado a apretar supongo que con la intención de eliminar las sustancias patógenas que conformaban mi bultillo. Su acción, la del sádico, provoca que vuelva a cerrar la mirada (yo soy el que cierra los ojos, espero que el de azul, por lo menos, ande mirando lo que hace) y a que, incluso, llegue a lanzar un pequeño quejido doliente (también soy yo el que grita, tanto el personal asalariado de la clínica como el público espectante, entre tanto, guardan un silencio respetuoso). Apenas unos segundos más tarde, ya no soy capaz de ver a mi público. No es que haya sufrido un desvanecimiento, no, se conoce que en el intervalo, la limpiadora ha dado por conclusa su tarea y ha abadonado la sala cerrando la puerta tras de sí.

Es lo mismo, apenas mi torturador ha vuelto a su costumbre de comprimir mis partes y yo a las mía de apretar los párpados, noto como un cierto relentillo me recorre las desnudas piernas. Nuevamente una de las enfermeras, la primera, ha hecho aparición, esta vez para devolver a los estantes los específicos no utilizados en su servicio anterior. Como es lógico, la puerta se ha vuelto a quedar abierta permitiéndome comprobar que, entre los observantes del pasillo empiezan a formarse grupos. Algo me dice que la mayoría son seguidores del equipo médico, no en vano está jugando en terreno propio, pero también sospecho que mi actitud doliente me está granjeando algunas simpatías entre los aficionados. Concluye el operante su tarea colocándome un puñado de apósitos que sujeta con ese tipo de esparadrapo que, al retirarlo, arranca un par de capas del tejido epitelial de la zona donde ha sido adherido. Y, sin más interrupciones ni demora, me indican que ya puedo proceder a vestirme, cosa que hago no sin esfuerzo ni quejas.
Al abandonar la sala instantes después, no puedo dejar de observar ciertas caras de desilusión entre los espectadores arremolinados ante la puerta. Me parece que alguno de ellos se siente decepcionado al no haber podido echar otra miradita. Salgo a la calle sin detenerme ante la afición, con la pubis dolorida, pero con la satisfacción de haberme conseguido elevar hasta lo más alto del Top Egg de la clínica de La Zarzuela.
Nepión

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