Cada día que pasa al enfrentarme a la lectura de la prensa, diaria y hebdomadaria, me convenzo de que soy un bicho raro, un ejemplar de una especie en peligro de extinción. Por fortuna, salir a la calle y hacer un poquito de vida social (saludar al vecino del séptimo, tomar un cafelito en el bar de la esquina, charlar con el panadero...), me lleva a comprobar que no soy tan rara avis como pensaba mientras hojeaba y ojeaba los periódicos.
Leo con cierta frecuencia, y con bastante estupor cada vez, que los encargados de administrar justicia (con minúscula, la Justicia es otra cosa) de cuando en cuando, deciden decretar medidas de especial gravedad (fianzas enormes, ingreso en prisión) cuando los acusados de la comisión de algún delito son personajes de los que los medios de comunicación, la prensa canallesca, hemos llevado a las primeras páginas.
Aluden los dictadores de autos a un concepto tan ambiguo y arbitrario como es el de la alarma social, y cada vez que escucho el término me doy por ofendido, pues o bien resulta que soy un bicho raro e inconsciente, o resulta que sus señorías viven en un marco social distinto del mío. Me explicaré.
Que a un eminente plumilla, tiempo ha, le pillaran encorsetado, no me causó alarma, más bien risión. Mas cuando su ilustrísima condena con la más leve de las podibles a un violador porque la víctima “llevaba una minifalda provocativa", no sólo me alarmo, sino que me pongo a temblar ante la ambigüedad del quien hizo las leyes que esto permiten.
Al saber que desde el sector manipulativo de lo que Macluhan llamó los mass media se da micrófono, ondas y altavoz a quien otrora participara activamente de las decisiones de un sangriento grapo (que no grupo) terrorista, al que aún le quedan crímenes por exculpar y explicar (¿alguin sabe con certeza qué fue de Publio Cordón, por ejemplo?), todavía me alarmo. Es más, me suenan las sirenas de aviso para prevenirme ante quien tiene la capacidad de inventar falacias y propagarlas a los cuatro vientos.
Que me cuenten que a no sé cuantos personajes del mundo de la farándula y el espectáculo se les acusa de actos sexuales contra natura, no sólo no me alarma, sino que me mueve a la comprensión. Que cada cuál haga con su cuerpo lo que le peta o lo que le quepa. Empero que a un farandulero joven, convicto y confeso del atropello de un peatón, siquiera tenga que pisar la trena por el mochuelo que pretendió colgarle a su hermano menor, me alarma, me irrita y me sulfura.
Cuando los viernes enciendo mi parato para enterarme del devenir del día y leo, entre las reseñas del Consejo de Ministros, que un sedicente periodista no comenta más que el modelo que lucía la vicepresidenta, no me alarma; me indigna que el sujeto, a más, clame contra un código deontológico del oficio. Código que voceros como éste, hacen por días necesario.
Que un editor secular se declare “progresista” porque cuenta entre sus conocidos a varios ministros y exministros, no me alarma, me encrespa como sabedor del trato dispensado a los empleados.
Al cotejar semana tras semana el imparable ascenso del monto de los aceites olivareros, o del coste del ladrillo apilado y revocado, me aterrorizo. Incluso más si, en paralelo, compruebo que las ofertas de salarios, lejos de ascender en proporción similar, tiempo llevan en declive infatigable.
Mas, si al mojar la madalena en el café, leo y releo, oigo y reoigo insultos, injurias, calumnias y falsedades en impunidad irresponsable de quienes se dicen portavoces de la opinión pública, me pregunto ante quién deberían responder éstos de sus falacias y manipulaciones. Pues ante los obispos, al parecer, no lo hacen.
Cuando tropetecientos pesqueros bloquean los puertos en protesta por la ascensión de los combustibles, no me alarma; me incomoda no tener una pescadilla que llevarme al plato, pero comprendo y apoyo sus motivos.
Sin embargo, cuando sé que los responsables de más de quinientas muertes y otros quince mil casos de envenenamiento por la venta de aceite de colza pasean por las aceras de Alcorcón sin temor de que puedan llegar a cumplir un sólo día más de condena, de las decenas de cientos de años que se les impusieron, no sólo me alarmo, sino que se me acumula la indignación en las entrañas. Más aún cuando sé que los afectados estuvieron más de 15 años esperando recibir unas indemnizaciones que, si lo han hecho, hubimos de pagar entre todos, pues los criminales responsables no tenían propiedades (¿alguien investigó a sus esposas y parientes?).
Tras la prensa, cada día ante el espejo me siento un raro pajarillo, porque las cosas que se supone que debían alarmarme no lo hacen, mientras me paso el día asustado por causas que no debiera.
Por fortuna, salgo a la calle, y mientras disfruto del segundo o tercer café de la mañana charlando con Pedro y el resto de la clientela del bar de abajo, compruebo, no sin cierta alegría por la tranquilidad que ésto supone, que al menos entre mi círculo de conocidos mis alarmas y preocupaciones son más o menos similares, y no se dejan guiar por los grandes titulares de la prensa. Me cuenta Juanjo, uno de los habituales de las porras de las doce, que a él lo que realmente le alarma es que el Barcelona pudiera ser campeón de Liga, sobre todo porque la pierda el atleti.
Leo con cierta frecuencia, y con bastante estupor cada vez, que los encargados de administrar justicia (con minúscula, la Justicia es otra cosa) de cuando en cuando, deciden decretar medidas de especial gravedad (fianzas enormes, ingreso en prisión) cuando los acusados de la comisión de algún delito son personajes de los que los medios de comunicación, la prensa canallesca, hemos llevado a las primeras páginas.
Aluden los dictadores de autos a un concepto tan ambiguo y arbitrario como es el de la alarma social, y cada vez que escucho el término me doy por ofendido, pues o bien resulta que soy un bicho raro e inconsciente, o resulta que sus señorías viven en un marco social distinto del mío. Me explicaré.
Que a un eminente plumilla, tiempo ha, le pillaran encorsetado, no me causó alarma, más bien risión. Mas cuando su ilustrísima condena con la más leve de las podibles a un violador porque la víctima “llevaba una minifalda provocativa", no sólo me alarmo, sino que me pongo a temblar ante la ambigüedad del quien hizo las leyes que esto permiten.
Al saber que desde el sector manipulativo de lo que Macluhan llamó los mass media se da micrófono, ondas y altavoz a quien otrora participara activamente de las decisiones de un sangriento grapo (que no grupo) terrorista, al que aún le quedan crímenes por exculpar y explicar (¿alguin sabe con certeza qué fue de Publio Cordón, por ejemplo?), todavía me alarmo. Es más, me suenan las sirenas de aviso para prevenirme ante quien tiene la capacidad de inventar falacias y propagarlas a los cuatro vientos.
Que me cuenten que a no sé cuantos personajes del mundo de la farándula y el espectáculo se les acusa de actos sexuales contra natura, no sólo no me alarma, sino que me mueve a la comprensión. Que cada cuál haga con su cuerpo lo que le peta o lo que le quepa. Empero que a un farandulero joven, convicto y confeso del atropello de un peatón, siquiera tenga que pisar la trena por el mochuelo que pretendió colgarle a su hermano menor, me alarma, me irrita y me sulfura.
Cuando los viernes enciendo mi parato para enterarme del devenir del día y leo, entre las reseñas del Consejo de Ministros, que un sedicente periodista no comenta más que el modelo que lucía la vicepresidenta, no me alarma; me indigna que el sujeto, a más, clame contra un código deontológico del oficio. Código que voceros como éste, hacen por días necesario.
Que un editor secular se declare “progresista” porque cuenta entre sus conocidos a varios ministros y exministros, no me alarma, me encrespa como sabedor del trato dispensado a los empleados.
Al cotejar semana tras semana el imparable ascenso del monto de los aceites olivareros, o del coste del ladrillo apilado y revocado, me aterrorizo. Incluso más si, en paralelo, compruebo que las ofertas de salarios, lejos de ascender en proporción similar, tiempo llevan en declive infatigable.
Mas, si al mojar la madalena en el café, leo y releo, oigo y reoigo insultos, injurias, calumnias y falsedades en impunidad irresponsable de quienes se dicen portavoces de la opinión pública, me pregunto ante quién deberían responder éstos de sus falacias y manipulaciones. Pues ante los obispos, al parecer, no lo hacen.
Cuando tropetecientos pesqueros bloquean los puertos en protesta por la ascensión de los combustibles, no me alarma; me incomoda no tener una pescadilla que llevarme al plato, pero comprendo y apoyo sus motivos.
Sin embargo, cuando sé que los responsables de más de quinientas muertes y otros quince mil casos de envenenamiento por la venta de aceite de colza pasean por las aceras de Alcorcón sin temor de que puedan llegar a cumplir un sólo día más de condena, de las decenas de cientos de años que se les impusieron, no sólo me alarmo, sino que se me acumula la indignación en las entrañas. Más aún cuando sé que los afectados estuvieron más de 15 años esperando recibir unas indemnizaciones que, si lo han hecho, hubimos de pagar entre todos, pues los criminales responsables no tenían propiedades (¿alguien investigó a sus esposas y parientes?).
Tras la prensa, cada día ante el espejo me siento un raro pajarillo, porque las cosas que se supone que debían alarmarme no lo hacen, mientras me paso el día asustado por causas que no debiera.
Por fortuna, salgo a la calle, y mientras disfruto del segundo o tercer café de la mañana charlando con Pedro y el resto de la clientela del bar de abajo, compruebo, no sin cierta alegría por la tranquilidad que ésto supone, que al menos entre mi círculo de conocidos mis alarmas y preocupaciones son más o menos similares, y no se dejan guiar por los grandes titulares de la prensa. Me cuenta Juanjo, uno de los habituales de las porras de las doce, que a él lo que realmente le alarma es que el Barcelona pudiera ser campeón de Liga, sobre todo porque la pierda el atleti.
Nepión
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