No hace demasiados años, cuando los feligreses entraban en la Casa del Señor, dirigían sus pasos hacia la pila de agua bendita para, mojando sus dedos, proceder a persignarse. Cuando, debido a la premura por el inicio del Sacrificio, se arremolinaba el grupo de devotos, a fin de no perder tiempo, quien primero llegaba, tras mojar levemente sus dedos y antes de llevarse la mano a la frente para iniciar la Señal de la Cruz, ofrecía sus dígitos humedecidos en tan sacrosanto líquido al resto de la concurrencia.
He de confesar que hace tiempo (bastante, según diría el Padre Ángel, quien me confesaba en mi infancia) que no frecuento iglesias, salvo con ocasión de celebraciones familiares, alegres unas (bodas o comuniones), tristes las otras. Pero aún a pesar de mi escasa asistencia, he observado que el ritual del agua bendita ha caído en desuso por parte de la feligresía madrileña.
Intrigado por esta observación, en mi última visita a la parroquia (asistía a un funeral), me aproximé a la pila de la entrada, a fin de comprobar si había o no agua en ella. Hete aquí mi sorpresa cuando, una vez acostumbrados mis ojos a la oscuridad del lugar (algunas parroquias gastan menos en luz eléctrica que el ayuntamiento de Teherán en adornos navideños), cuando, con asombro observé que la cantidad de agua depositada era aproximadamente nada. Miento, cual incrédulo Tomás introduje mis dedos en el recipiente para empirizar sobre su sequedad y noté un leve remojamiento en las yemas de mis dedos índice y corazón.
Asombrado por el hecho, decidí indagar si la pertinaz sequía era un fenómeno limitado a la parroquia de San Antonio, o si afectaba a todas y cada una de los edificios eclesiales de la capital.
La tarea detectivesca en la que me embarqué me llevó a concluir que las iglesias madrileñas se habían lanzado a una campaña silenciosa de ahorro de agua, quizá -pensé- imbuidos de un espíritu ecológico retardado.
Como después de haber leído algunos pasajes bíblicos que, si de algo adolecen es de sentimiento ecológico (recuerde el lector los ríos egipcios teñidos de sangre para convencer al faraón, o las del otro profeta incendiando campos filisteos [palestinos] con los rabos ardiendo de pobres raposas), no me creo que las autoridades eclesiásticas tengan la más mínima preocupación por el medio ambiente. Deduje, pues, que la escasez de líquidos en las pilas eclesiales habría de ser debida a otras motivaciones, que no de corte natural, por lo que había que buscar otra causa para esta ‘sequía bendita’.
Mis pesquisas me llevaron entonces a someter a interrogatorio a fieles e infieles sin hallar respuesta alguna, hasta que mis pasos me llevaron ante una bruja amiga (antes amiga que bruja, que como buena bruja es una buena persona). Esta mujer fue la que me dio la única explicación lógica que pudiere justificar el vacío de las pilas. Ni más ni menos que la gran plaga del final del siglo XX, el SIDA.
Como quiera que el señor del Manzano, otrora regidor de la capitalina villa, se empeñó en ir cancelando las fuentes de la calle, las de beber, los toxicómanos madrileños hubieron de buscarse la vida (perdóneseme el eufemismo, pues lo que suelen hacer es buscarse la muerte) para darle un leve aseo a sus jeringuillas. Al no encontrar fuentes públicas los pobres ‘drogaditos’ recurrieron a las pilas de agua bendita de las iglesias para rellenar sus chutas (tengo que hablar con un drogadicto para que me cuente si con un pico de agua bendita se flipa hasta lo divino).
Cuando los fieles se percataron del uso que ese grupo de riesgo hacía de su líquido bendito, poniéndolos en grave peligro de contagio de tan vergonzante mal, decidieron de forma silente abandonar el ritual de la mojadura digital, no fuere a ser que “por un leve padrastro después de la manicura, terminaran pensando las vecinas que yo soy una cualquiera”.
Alarmados ante el descenso de las señales de la cruz a la entrada de la Casa Divina, los frailucos, tomaron las riendas de la solución y decidieron eliminar el riesgo de su clientela por el camino de suprimir, casi totalmente la cantidad de líquido.
Cuando me confesaba el Padre Ángel, hace ya tiempo de eso, me contó en alguna catequesis que las pilas de agua bendita estaban llenas por si cualquier creyente se veía en una situación de urgencia en la que tuviera que bautizar a un bebé, puesto que el sacramento del bautismo puede ser impartido por cualquier católico. Bastaba entonces con correr a una iglesia, - que se suponía abierta, pero de las puertas de la Casa del Señor hablaremos otro día-, tomar un poco de agua bendita y, rociando con ella la cabeza del neonato pronunciar la fórmula ritual: “yo te bautizo en el nombre del...”.
Ahora ya no se puede. Las autoridades eclesiales prefieren el alma de un imbautizado en el limbo per secula seculorum que arriesgarse a perder clientes adultos por el temor al SIDA.
Sea pues la voluntad del señor, o de los señores monseñores. Ya responderán ante sus mandos.
Nepión
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