3.10.05

La señora de Herrero

La Señora de Herrero tiene una edad incierta gracias a la crema hidratante, la leche desmaquilladora con proteínas liposolubles, el gel de pé-hache neutro y una mascarilla de pepinos y rodajas de ciruela amarga, que se aplica una vez por semana y que le mantiene un cutis suave y agradable al tacto. No le quita las arrugas, pero queda muy, muy suave.

La señora de Herrero se casó joven. Por entonces no era más que Piluca, auxiliar de contable de una gestoría, una jovencita con muy buena voluntad que no hubiera llegado muy lejos en la empresa porque, ya se sabe, los contables son demasiado estrictos y no comprenden que una pueda cometer un par de errores cuando suma. Con el matrimonio, Piluca, dejó aquel empleo para convertirse en la Señora de Herrero, en Doña Pilar. Irrepetible, como lo suelen ser todas las bodas. Y ella iba tan blanca, tan resplandeciente, con aquel velo tan largo, entrando por el pasillo de la iglesia de San Pascasio, tan llena de flores; con todas las miradas pendientes de ella (todas, todas no; la pobre tía Milagros apenas pudo ver nada de la ceremonia, no le dejaban las lágrimas) con ese par de querubines a su lado que eran los sobrinitos de Ramón abriendo la marcha. Nadie podía pensar entonces que, con el paso de los años, esa criaturita angelical que llevaba los anillos en una bandejita de plata iba a llevar ya veintidós meses en el maco por robar un coche que casi no tenía gasolina.

Una ceremonia sencilla pero maravillosa que hubiera tenido el complemento ideal en el banquete posterior, de no haber sido por los amigotes de Ramón. Que si cortarle la corbata, que si quitarle a ella una liga, que si el plato aquel con la salchicha, que si tanto que se besen. Y la sospecha de que todos pensaban que se casaban por las prisas... Menos mal que Monchito no nació hasta un par de años más tarde.

Cuando nació Monchito, Piluca (que ya no era Piluca más que para los más íntimos) unió a los títulos que ya poseía de Señora de Herrero y Doña Pilar, ese otro mucho más entrañable y que a ella la hacía sentir tan orgullosa: Mamá. Y fue mucho más mamá cuando nacieron María Estrella, Alejandro y Felisín. Claro que con tanta familia apenas cabían en el piso de alquilado de la calle Galileo. Menos mal que Pérez, el compañero de Ramón, les ayudó a encontrar el adosado. Ahora ya eran toda una familia. Una familia de verdad. Como las de las películas.

Con los niños ya mayores, Felisín acaba de cumplir doce años, la Señora de Herrero apenas tiene tiempo libre. Lunes y miércoles, la reunión del APA, donde Doña Pilar coordina las actividades extraescolares; martes y jueves son los días en los que la Señora de Herrero se expresa artísticamente: clases de grabado en el centro cultural. El año pasado aprendió tapices, pero después de llenar la casa de esterillas descubrió que cogen mucho polvo. Por eso, este año, empezó con el grabado, porque con un cristalito por encima, se limpian de una pasada, así se nota menos lo chapuzas que es Mely, la asistenta peruana, que cada día cuesta más trabajo encontrar una chica de aquí que quiera tener un trabajo honrado en una casa decente. Cosa muy distinta era Reme. Si Reme no hubiera insistido en que le pagaran los autónomos, aún estaria en casa y no tendría que aguantar que la sacudiera el berzas ese con el que se casó.

Los viernes se los dedica a Ramón. Llevan ya varios años que los viernes cenan con los Pérez. Una semana al cine, otra al teatro. Una vez fueron al casino... Y casi ganan una fortuna, pero el 35 no quiso salir en toda la noche. Menos mal que Pérez es un hombre de recursos, y con las últimas mil pesetas y un poquito de suerte en el black-jack, logró enjugar parte de las pérdidas.

El sábado por la mañana hay que jugar al tenis porque, como dice Pérez, tenemos que quemar los kilitos de la cena. Más tarde, mientras Ramón paga los vermús que acaban de perder (6-0 /6-1), Doña Pilar se pregunta cómo es posible que a Ramón se le noten tanto los michelines, con la cantidad de veces que se agacha a recoger la pelota, y en cambio a Pérez...

Por la tarde, mientras Ramón se marcha al club social a jugar su partidita de mus y los niños se van a jugar a la calle (¡qué tranquila vive una, sabiendo que a los niños no les puede pasar nada en la urbanización!). Doña Pilar, ejerciendo de Mamá, y con la excusa de colocar la ropa en los cajones, examina todos los posibles rincones donde Monchito pudiera esconder el tabaco y quien sabe qué otras cosas. Porque con los chicos nunca se sabe, hay que estar con cien ojos. Qué malos días paso el invierno pasado. Había estado asistiendo a unas charlas sobre "Los hijos y las drogas" en el APA y, claro, todos los síntomas se le aparecieron de golpe en su hijo. Un chico desordenado que deja las zapatillas en cualquier sitio; desastrado en el vestir; con problemas de estudios -que la física no la aprueba ni con profesor particular-. Y, para colmo, esa mirada perdida y los ojos vidriosos.

Mamá se calmó cuando unas gafas nuevas centraron la mirada de Monchito, y comprobó aliviada que no era la madre de un drogadicto, que las lágrimas de su hijo las causaba el amor no correspondido de Maruchi Pérez.

Una vez comprobado que Monchito no guarda ni revistas marranas ni tabaco (Monchito lleva el tabaco encima porque como no le dejan fumar en casa, tiene que hacerlo en la calle y desde que tiene internet no se gasta un euro en el kiosco), Mamá se convierte en Doña Pilar y sale en busca de Ramón a la cafetería donde, mientras ella despelleja el Hola con Matilde, la señora de Pérez, Ramón volverá a perder un órdago a pares por culpa del tercer JB y le tocará pagar las copas de la partida. Y las de las señoras, por supuesto.

Y luego irán a casa a darle la cena a los niños, (¡qué monumento había que hacerle al inventor del microondas!), y a acostarse temprano que, como son las fiestas de la urbanización, Ramón tiene que jugar mañana al fútbol. Por eso, esta noche Piluca no tiene que poner excusas. Sexo y deporte no son compatibles.

Y mañana, después del partido, cuando Pérez le explique por cuarta vez cómo le metió el quinto gol a Ramón, que jugaba de portero, Doña Pilar pensará en lo feliz que sería si pudiera ser, cuanto menos por un fin de semana, la Señora de Pérez.
Nepión

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